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jueves, 1 de enero de 2009

un final feliz

Copas. Tintineos. Brindis. Felicitaciones. Bailes. Alegría. Sonrisas. Saltos. Alcohol. Esperanzas. Proposiciones...

Eran las doce y un minuto de la mañana del día uno de enero del 2020. Todos los habitantes de la Península estaban celebrando el Año Nuevo, acabando de tragarse las uvas, bebiendo champán, sidra... No todo el mundo. Yo me ahogaba en un pozo sin fin de tristeza y amargura. Tenía la sustancia exacta que me haría abandonar este mundo cruel y amargo para mí, y lleno de felicidad para otros. Miré el bote de pastillas con una media sonrisa y bebí a morro de la botella del mejor champán que había en la tienda.

¿Podría haber peor castigo que la soledad? No lo había pensado hasta ese preciso momento, en el que me encontré el último día de año, al igual que en Nochebuena, sola, sin familia ni amigos. No es que me faltara nada imprescindible para vivir, no crean que soy una pobre vagabunda sin casa. Tengo un empleo, una casa y un buen sueldo. Pero falta lo que le da vida a las buenas condiciones. Falta la compañía. Me falta al menos una persona que me abrace y me pida que pase con ella ese día, que celebre con ella el primer día el año nuevo. Me falta gente que me envíe un mensaje picante deseándome unas felices fiestas. Parece una tontería. Bueno, no lo es para mí. Y como soy yo la que decide lo que hacer con su vida, yo he decidido que no me merece la pena seguir aquí.

Apreto con fuerza el bote con las pastillas de mi salvación y vuelvo a beber. De repente veo a un hombre sentado en un banco, con las manos sujetando su cabeza y una botella de ron acompañándole. Puedo esperar a morir unos minutos, así que me acerco a él y me siento a su lado. Sin importarme lo que piense de mí, pues sé que mañana no estaré aquí para saber lo que dirán de mí, comienzo a contarle mi triste vida. Fue entonces cuando él, sin opinar sobre mis desgracias, comenzó a contarme las suyas. Y fue entonces cuando yo me sentí miserable por despreciar mi vida, que al compararla con la de él parecía, al menos, pasable. Yo no tenía a nadie, y por eso no sufría por nadie. Él había perdido a su familia en un accidente de coche. Tiré el bote de pastillas al suelo y sujeté mi cabeza como lo hacía él.

Lloré por mí, lloré por él...y en el mismo instante en el que saboreaba una de mis lágrimas de sabor salado me di cuenta de que, al fin y al cabo, no había pasado el primer día de mi nuevo año sola. Pues decidí, en ese instante de lucidez, que viviría. Al igual que él. Lucharía por esta vida que me dieron...aunque sufriera por el camino. Sería demasiado fácil rendirme...En vez de vivir una aventura con, eso espero, un final feliz.