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martes, 2 de diciembre de 2008

Si yo pudiera...




Si pudiera ser un cielo, sería tu cielo
Si pudiera ser tierra, no sería la que tu pisaras
Si pudiera ser un mundo, sería tu mundo
pero no sería tu mundo amigo, pues de ti
no espero amistad, sino algo más...

Si pudiera volar, sobrevolaría océanos
y visitaría tierras, solamente para poder
encontrarte, entre multitudes y personalidades
para distinguirte entre la variedad de caras
y reconocerte como mío.

Si pudiera ser un ángel, sería tu ángel
pero no esperes que sea yo quien te
busque otro amor que no sea el mío.

Si pudiera ser cometa, dejaría que tu me guiaras
y me agarraras fuerte, porque sé que
de vez en cuando me dejarías volar con el viento
fresco y, aunque eso no sea completa libertad,
yo sería feliz de volver a ti, amarrada a ti.

Si yo pudiera, verte la cara, tocarte, besarte...
aunque sólo fuera por un instante
aunque sólo fuera para asegurarme de que
algún día llegarás, te conoceré y viviremos
amándonos para siempre.

Si yo pudiera... pero de momento no puedo
así que sólo me queda mirar adelante y vivir,
aunque, secretamente, seguiré esperándote
y seguiré, a pesar de todo, pensando en ti.
Si yo pudiera ser un sueño...

jueves, 13 de noviembre de 2008

Una promesa rota



Y sentí miedo. Yo, la que siempre daba la cara, la que decía las cosas como las pensaba, la que parecía fuerte, esa que todos creíais que no lloraba. Sí, yo sentí miedo. Y fue por ti. Maldito seas. Me has hecho ver que soy humana. Has hecho ver a la gente que tengo corazón, que soy una persona vulnerable, y todo por tu culpa.

Sandra estaba de risas con sus amigos en un bar de su barrio. Su novio, al que le apasionaban las carreras, le había prometido que no volvería a arriesgar su vida haciendo apuestas arriesgadas, así que estaba tranquila. De repente sonó su móvil, un número desconocido.

-¿SÍ?- contestó ella, extrañada.

-Ven a la recta de las afueras, justo antes de llegar a la rotonda. Javier va a participar, contra Luis- le dijo una voz que le sonaba, debía de ser el amigo de Javi.

-¿Qué?- a Sandra le vino a la cabeza el precipicio que había justo al lado de esa glorieta y presintió que algo malo iba a pasar. Todos sus amigos le preguntaron qué le pasaba, pero ella balbuceó y marchó corriendo. Cogió su moto y se dirigió al lugar indicado. Llegó justo antes de comenzar la carrera. Javi la vio, la miró fijamente y arrancó a toda marcha. A Sandra eso le dolió muchísimo. ¿Cómo podía hacerle esto? Se lo había prometido… Un instante después, se oyó el choque. Había sucedido un accidente. Justo después reinó el caos. Coches marchándose para que nos les parara la policía, personas llamando ambulancias…Y ella sólo se quedó allí, quieta, paralizada. Vio a Luis con las manos en la cabeza y su coche en perfecto estado. Javier no estaba por ninguna parte. Había caído por el terraplén abajo.

Horas después Sandra estaba todavía en el hospital, en la sala de espera. La madre de Javier salió y le recomendó que se fuera a casa. Pero Sandra no quiso. Se quedó allí hasta que estuvo fuera de peligro y trasladado a una habitación. Entró silenciosa a la habitación, le miró fijamente. Estaba con los ojos cerrados, con algunas heridas leves en la cara, rasguños. Gracias a Dios que no le había pasado nada… Javier abrió poco a poco los ojos y le sonrió. Sandra sólo le devolvió la sonrisa. Cuando Javier, cansado, volvió a dormirse, Sandra le dio un beso en los labios y, con lágrimas en los ojos, posó el anillo que él le había regalado en la mesita del hospital. Susurró un “te quiero” y se fue, con la mano en la boca, intentando controlar el llanto. Fuera estaban sus amigos, que la abrazaron, extrañados de verla llorar por primera vez. Poco después se fue a su casa, sola…Por mucho que le quisiera, parecía que no era correspondida con el mismo fervor, si no, él no habría roto su promesa.

Javier despertó a la mañana siguiente, con la mente un poco más despejada. Se acordó de haber visto durante un instante a Sandra y sonrió. Su ángel no le había abandonado, ella le había sonreído. Giró la cabeza y vio el anillo encima de la mesita. Se quedó de piedra. No podía ser. ¿Por qué lo había hecho? No lo sabía ni él, sólo sabía que había perdido a la mujer que quería e iba a ser difícil reconquistarla.

jueves, 6 de noviembre de 2008

*asturgalaicas*


La mujer se sobresaltó. Agarró el puñal con más fuerza y se puso en guardia. Todos sus sentidos estaban muy agudizados. De su abuela había heredado la brujería celta y se sentía orgullosa de ello, por lo que estaba todavía más en contacto con la naturaleza. Cuando quería y se concentraba lo oía casi todo. Hasta el caer de las hojas en otoño. Por eso, cuando escuchó un chasquido entre los arbustos, Kara se quedó parada, quieta, alerta. Justo se dio la vuelta en el momento en que un jabalí corría hacia ella, con el propósito de embestirla. Kara saltó hacia un árbol y se tiró rápidamente encima del animal salvaje, al que mató con su espada corta y su puñal. Era cazadora. Desde pequeña había sido entrenada, por mandato de su padre y permiso de su madre, para defenderse, protegerse, a ella y a su pueblo, y para cazar. Sabía cómo matar. Pero todo se había vuelto del revés cuando asesinaron a sus padres, sus propios tíos, para que su tía se hiciese jefa de tribu…siempre y cuando también se deshicieran de ella, única y legítima heredera de su madre. Por eso se marchó de Luggones y decidió vivir en cualquier otra parte. Sobreviviría, de eso estaba segura. Sus padres se habían encargado de ello.

Estaba anocheciendo, así que encendió una hoguera y colocó su manta sobre el duro suelo, en un claro del bosque. Se apoyó contra una roca y miró pensativa la manera en que el fuego crepitaba. Veía formas, figuras, situaciones. Muy borrosas. Además, no quería ponerse a pensar en lo que podrían significar. Ya tenía bastantes problemas en que pensar como para ponerse a intentar averiguar lo que le decían las llamas. Se tapó con la enorme manta y cerró los ojos, aunque sin dejar de estar alerta por si la noche le guardaba algunas sorpresas.

De repente todo cambió de forma. Ya no estaba en el duro y frío suelo del claro de un bosque. Se encontraba en la ladera de una montaña. Casi toda roca, bastante escarpada. Aunque Kara sabía escalar perfectamente, debajo de su sandalia de cuero una roca se desprendió e hizo que resbalara y quedara agarrada por un saliente en una roca, colgando a unos diez metros de altura. En la caída se había golpeado con la piedra y se había golpeado en varios lugares de su cuerpo, dejándola dolorida y con menos capacidad para poder subirse al saliente en condiciones. Cuando estaba a punto de caer pendiente abajo, unas manos pequeñas pero fuertes y ágiles la sujetaron y poco a poco la ayudaron a subir al saliente sana y salva. Miró a la cara de su salvador. O mejor dicho salvadora. Todo comenzó a girar y Kara despertó sobresaltada, de vuelta en el bosque, de noche, con la hoguera ya apagada. No pudo menos que preguntarse si lo que había soñado había sido una de sus predicciones. Lo más raro es que cuando en su sueño estaba casi a punto de caerse y matarse, no tenía miedo, sabía que alguien la ayudaría. Y cuando vio la cara de su salvadora no la consideró extraña, es más, les sonrió. Aunque Kara, en este preciso instante, no conociera a ninguna mujer con esa cara. Por lo tanto, su sueño había sido una predicción de futuro. Parece que no iba a estar sola. Iba a tener compañía, al parecer.

Kara se volvió a recostar, con el ceño fruncido. La cabeza le daba vueltas una y otra vez. No podía dejar de pensar. Entre sus tíos, estar pendiente de que ningún animal salvaje la atacara y la predicción de su sueño…decididamente no podría dormir en condiciones.

A la mañana siguiente recogió sus cosas y las metió en el saco que llevaba de viaje. Y emprendió el camino hacia su nueva vida, su nueva libertad. Se dirigía a occidente, hacia donde se ponía el Sol. Tendría que atravesar esas montañas escarpadas, en algún momento. Se preguntaba cuándo se encontraría con la mujer que conocería en ese futuro próximo. Y en qué circunstancias.



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Ya sabes lo que tienes que hacer, Lacor. Continúa. Un beso nene.




martes, 4 de noviembre de 2008

Silencios que hablan


Hay silencios que necesitan ser escuchados, al igual que hay palabras que deberían ser silenciadas. Hay veces en que simplemente necesitas que alguien te pregunte “¿qué te pasa?” aunque tú no le vayas a contar realmente lo que te ocurre, necesitas saber que alguien se ha preocupado por ti, que te ha notado mal, que sabe que no eres el mismo de siempre. Hay veces en que te das cuenta de que todo el mundo piensa que eres fuerte, que no necesitas que te digan “no te preocupes, todo saldrá bien” o simplemente que se sienten al lado tuyo, mientras aguantas las ganas de llorar, que se siente y te apoyen, que escuchen tu silencio, que comprendan tu alma y tu tristeza.

Eran las diez y media de la mañana de un lunes, acababa de salir de un mal examen, había tenido problemas el fin de semana con mi novio, mis amigas y amigos ni siquiera me habían preguntado qué tal estaba. Me senté en mi silla de siempre, con la cabeza gacha, pues no me apetecía andar con la cabeza alta ese día. Nadie se sentó a mi lado. Los compañeros que siempre se sentaban y se reían conmigo cuando tenía un buen día hoy se habían sentado en otro sitio totalmente alejado de clase. Qué muestra de amistad. La ironía y el sarcasmo me invadieron irremediablemente. Resultaba irónico para mí que siempre estuviera dispuesta a escuchar y dar consejos a mis amigos sobre todo, a dejarles mi hombro para llorar y acariciarles la cabeza en sus momentos malos…pero que eso yo no lo tuviera. Porque tengo que ser yo la que cuente algo, y si lo cuento, se quedan callados, mirando, como si estuvieran en otro mundo, no preguntan. Simplemente tendría que haberme dado cuenta antes de que no querían escucharme. Así de fácil, así de duro. Así es la vida.

Hoy es un día bajo. Uno de esos días que me apetece ir a casa diciendo que me encuentro mal. Llegar, darle un beso a mi madre y meterme en la cama. A llorar, a hablar sola o simplemente a cerrar los ojos y dormir. Dormir tranquila. Pero no lo voy a hacer. Me quedaré en esta clase. Callada. Esperaré a que termine la jornada de colegio. Callada. Cuando me quieran hablar les contestaré concisamente, como si estuviera callada. Pues no les voy a contar nada, ya que no quieren saber nada de mí. Hoy es un día duro, y por eso todo es gris. Pero no pierdan la esperanza, puede que mañana sea un día de color amarillo, o violeta, o rosa quizás, y entonces podré contaros lo dichosa que me siento.

viernes, 31 de octubre de 2008

Vivir, soñar y amar


Tendría que ser el día más feliz de su vida. Lo había estado preparando desde hacía más de un año con gran ilusión. Las flores cuidadosamente seleccionadas iban a juego con su ramo. La alfombra nupcial era de un precioso rojo. Las invitaciones eran de un papel finísimo y cómo no caro. Todos estaban esperando a que la novia, acompañada por su padre, caminaría hacia el altar al encuentro de su prometido. Su vestido era de un tejido valioso, de color blanco roto y con bellos bordados. El velo, el cual iba a juego con el vestido de novia, medía 3 metros. Sus zapatos de un diseño exclusivo era la fantasía de toda joven.
Las dudas se apoderaron de ella. ¿Estaba haciendo lo correcto? ¿Él era su príncipe azul? ¿O al casarse con él renunciaría a sus esperanzas de encontrar al hombre destinado a hacerla feliz?
Los invitados esperaban, su madre había gastado mucho dinero en su elegante vestido. En su mano portaba el anillo de su abuela. ¿Qué le diría ella si estuviera a su lado? La necesitaba tanto. Su abuela se había ido hacía dos años pero aún abrigaba la esperanza de que pudiera verla una última vez. Verdaderamente estaba confusa. Como hacía siempre que el fiero control que ejercía sobre sus emociones se rompía cogió su neceser y retocó el maquillaje. Mientras se dedicaba a la tarea de embellecerse la vio. Era su abuela con su perpetua sonrisa, los hoyuelos que en otros tiempos realzaban su rostro. La angustiada novia se dio la vuelta pero allí solo había aire vacío. Disgustada volvió su cara al espejo y otra vez la imagen de su pariente estaba allí. Sin poder aguantar la emoción tocó el espejo. Sin pretenderlo viajó a un mundo lleno de luz, vegetación colorida y hermosos animales. Sin lugar a dudas estaba en el paraíso.
- Hija mía ¿qué aflige ese corazón tuyo?- Era la voz dulce de su abuela tenía un matiz alegre y aunque parezca inverosímil incluso lleno de vida.
- ¡Esto no puede ser real! Por dios si tu estas...- Se calló, cómo le iba a decir a una muerta que estaba muerta.
- Tenemos poco tiempo así que déjate de pantomimas. ¿Por qué te vas a casar con ese hombre? Ambas sabemos que no te hará feliz.
- Nana la verdad es que yo le quiero pero...- No sabía como continuar. Sus sentimientos estaban confusos.
- No podemos permanecer más juntas. Mi tiempo se acabó pero el tuyo sólo acaba de empezar. Vive hija mía. Vive.
Y como si nada hubiera pasado volvió al pequeño dormitorio donde momentos antes se estaba acicalando. No dudó. Su abuela había vivido, amado y soñado. Ella quería amar con todo su ser, vivir mil aventuras y soñar con su príncipe azul.
Se quitó el velo y lo posó con sumo cuidado encima de la pequeña cama. Deshizo el apretado moño y corrió. Corrió como nunca antes. Cuando estaba saliendo al exterior su padre la vio y llamó por ella.
- Sara ¿a dónde vas?
- Padre, quiero vivir, soñar y amar y con Carlos nunca podré.
Su padre la comprendió. Él sentía lo mismo aunque ya era tarde, pero para su hija aún no lo era.
- Pues corre Sara, corre. Que nadie frene tus pasos.- Cuando ya su hija no lo podía oír- Yo no lo hice a tiempo y acabé con tu madre- su voz sonaba melancólica e igual de triste que fuera su matrimonio.
Sara corrió. No cogió ningún coche. Le apetecía caminar. La gente se la quedaba mirando pero a ella le daba igual. Sólo importaba ella.
Un niño estaba corriendo detrás de una pelota y cuando cruzó la calle para cogerla Sara vio como el coche se acercaba peligrosamente al niño. Y sin pensarlo se puso entre el niño y el coche.
El golpe fue grande. Aunque nada que no se pudiera curar. El conductor del coche salió a toda velocidad a ver como estaba Sara.
- ¿Estás bien? Cuando quise frenar era demasiado tarde no vi al niño y...- Parecía a punto de sufrir un ataque al corazón.
- No te preocupes. Solo fue un golpecito.- Digo Sara con voz lastimosa.
- A mi me parece que fue un poco más que un “golpecito”.
Él conductor se llamaba Mario. Era un joven periodista con ganas de ver el mundo y informar sobre ello. No dejó a Sara ni un momento sola hasta corroborar que estaba bien. Y sin darse cuenta se enamoró de esa loca con vestido de novia que se arrojaba delante de los coches para salvar a niños pequeños.
Después de un mes ambos eran solamente amigos. Sara no se atrevía a dar el primer paso y Mario tenía miedo de que su heroína particular volviera a escapar.
Sin embargo un día...
- Mario. Aunque tu noble montura me haya atropellado creo que eres mi príncipe azul.
- Sara yo...
- No digas nada solo quédate a mi lado por siempre.
- No pides casi nada mi heroína.
Desde ese momento Sara soñó, amo y por encima de todo vivió.

Deber y honor


Era mi deber estar allí. Era el entierro de un compañero, un camarada. Fue verdaderamente duro. Las lágrimas pugnaban por salir. La veía a ella. Como la había visto todos los días a través de una foto. Ya no tenía la sonrisa coqueta y los ojos radiantes que mostraban la fotografía. Ahora sus ojos estaban vacuos y su boca mostraba una mueca lastimosa. Su larga cabellera morena estaba recogida en un moño mal hecho. Pero aún completamente vestida de negro conservaba la aureola de belleza y sensualidad que había hechizado a su amigo.
Recordaba el funesto día en que todo cambió:

El sonido de las ametralladoras ensordecía los lamentos de la pobre gente del país. Esa noche me tocaba estar en guardia. Con mi fusil C-41 y unas cuantas oraciones sobreviví otra noche en ese infierno. Añoraba a Juan, mí marido. Ahora estaría arropando a nuestro hijo David. Él preguntaría porque mamá no estaba a su lado. Juan callaría y le daría un beso de buenas noches. ¿Qué podría contestarle al niño pequeño que sueña con ver otra vez a su madre?
Cuando acabe la guardia me dirigí al campamento. Mi compañero de armas contempla la foto de su novia como toda las noches soñando el momento de reencontrarse con ella. Se llamaba Daniel. Era un muchacho guapo, alto y trabajador. Sus ojos eran de un azul tan profundo que te perdías en ellos. Pero en ellos no veías alegría. Estaban muy tristes y marchitos. Extrañaba a su novia.
Hace tiempo me contó como se conocieron. Era una noche estrellada, como las que aparecían en las películas. Daniel había salido con sus amigos para celebrar su incorporación al ejército. Las calles estaban llenas de gente. Y en un segundo todo su mundo cambió. La vio.
De inmediato se presentó ante ella y le dijo que era la cosa más bonita que había visto. La chica con sonrisa pícara le contesto que él tampoco estaba mal. Cuando ella se estaba dando la vuelta para marcharse se giró y le preguntó:
- ¿Cómo te llamas guapo?
- Daniel, ¿y tú?
- Oh! Si te lo dijera no sería divertido.- Riendo se fue.
Daniel la buscó como loco durante meses y no encontraba a la mujer que había robado su corazón. Ya perdido las esperanzas una noche como aquella se sentó en un pequeño banco de madera. Le habían dicho que tenía que partir para Irak. No tenía miedo, lo único que lamentaba es que no pudiera verla otra vez. Ocultó su rostro entre las manos y estuvo así un buen tiempo. Una delicada mano toco su hombro y él alzo la vista. Ella estaba allí, tan guapa como la recordaba. Una diosa en medio de simples mortales.
- Me llamo Rocío.- No había sonrisa pícara, solamente afecto.
Se fundieron en un gran beso de amor.

- Despierta Casanova, dentro de poco será tu turno- Le dije con voz cansada.
- ¡Eh! No des esos sustos mujer. Imagínate si te meto una bala entre ceja y ceja.- Lo dijo en broma pero los dos sabíamos que podía pasar.
- Jaja no me hagas reír.
No hablamos más. No había mucho que contar. Ambos teníamos 23 años. Éramos jóvenes pero habíamos visto mucho. Sabía que Daniel tenía un bonito anillo de compromiso para Rocío.
Cuando el sueño me había atrapado totalmente un fuerte estruendo me despertó. Unos rebeldes habían atacado nuestra base. Y todos teníamos que salir a defenderla. Sentí muchísimo miedo. Pero las ganas de sobrevivir pudieron más. Cuando el ataque terminó. Los daños fueron gravísimos. La base estaba seriamente dañada y habían caído muchos buenos hombres y mujeres. Entre ellos encontré a Daniel. Estaba muy malherido.
Dos semanas después en España. Bajaba del avión que me traía de vuelta otra vez al hogar. Juan llevaba a David en brazos y al verlos dejé la formalidad de mi cargo y corrí a abrazar a mí familia. Estaba de vuelta al hogar.

Todos se habían marchado ya del cementerio. Pero me resistía a dejar a Daniel. Éramos camaradas pero no había podido salvarle.
En mí mano llevaba una rosa blanca. Era bella y tenía espinas afiladas. Me arrodillé ante su sepultura y pose la rosa.
- Siempre te recordaré, amigo.
Después me fui. No podía hacer más.

Halloween.





Noche cerrada. María miraba constantemente su reloj. Eran ya las once de la noche y había quedado con sus amigos a menos cuarto. Estaba empezando a ponerse nerviosa. Entre todos habían hecho planes. Era la noche de Halloween, comenzaba el día de todos los santos. Habían acordado encontrarse en el banco de enfrente de su casa a las once menos cuarto. Y nadie había llegado. De pronto sonó la música de su móvil, alguien la estaba llamando.

-¿Sí?- contestó uno de sus amigos por la otra línea- Seréis capullos, habíamos quedado enfrente de mi casa. ¿Cómo es que ya estáis ahí?- colgó, enfadada con ellos y se dirigió al parque donde habían quedado.

Dicho parque, por la noche, era muy oscuro, las farolas no iluminaban casi, por lo que poco se veía. María había olvidado sus gafas en casa, así que no veía casi nada. De pronto, una mano tocó su hombro y gritó asustada. Era Alberto, uno de sus amigos. María le dio un golpe en el hombro, y otro, y otro, hasta que por fin se desahogó por el susto recibido.

-¿Eres tonto? Me has dado un susto de muerte, idiota. ¿Dónde están los demás?

-Justo detrás de esos bancos de allí- señaló hacia un punto alejado del parque- Ya lo han preparado todo.

Llegaron a donde estaban sus amigos, todos tumbados, como si estuvieran muertos. María se asustó y se olvidó de Alberto. Ella era la más asustadiza del grupo. Alberto la cogió por detrás y le pegó un grito. María cayó al suelo del susto y casi se le saltan las lágrimas de los ojos. Sus amigos despertaron casualmente y se comenzaron a reír. No le hacía gracia, pero se calló y observó a sus compañeros. Alguno que otro estaba un poco pálido. Una de sus mejores amigas, nada más sentarse, le cogió la mano. Ella odiaba esas cosas de miedo, sólo había ido porque su novio había insistido. Se sentaron alrededor de la hoguera, empezaron a contar historias de miedo, leyendas, casos reales paranormales… De repente, María sintió cómo una corriente de aire le atravesaba el pecho. Un instante después, algo se removió en su interior y se sintió distinta, más fuerte, más valiente, más…poderosa. Miró hacia su amiga, asustada por el respingo que María había dado. Le apretó la mano para tranquilizarla. Todo estaba bien. Miró el reloj y vio que eran las doce. Sintió un hormigueo en las manos pero no le prestó atención. Vio que su amigo Alberto se estaba riendo de las historias de sus amigos, y deseó que él pasara miedo, como los demás, que llevara un buen susto para que se le borrara la sonrisa. Y sucedió. De repente Alberto se levantó de un salto y dijo: “No tiene gracia”. Todo el mundo quedó sorprendido y le miraron con caras atontadas. Alberto se volvió a sentar, y María, intrigada por lo que había sucedido, pensó en que bien podrían sus ojos ahora mismo ponerse negros del todo, para que Alberto los mirase y se asustase aún más. Y sucedió. Alberto se levantó y dijo: “Basta ya, María”. Se quedó helada, había sucedido. ¿Qué pasaba? De repente lo comprendió. Tenía poderes. ¿Podría llamarse bruja? No lo sabía y no le importaba, en vez de asustarse, como habría hecho la antigua María, se levantó del suelo y comenzó a desear cosas. Cada uno de sus amigos gritó horrorizado. Quería asustarlos, quería que pasaran el mismo miedo de ella. Cuando bajó la vista, les vio tirados en el suelo, tumbados, con la consternación aún grabada en su rostro. Les tocó y vio que no se movían. Esto no era una broma. Esto era real. ¿Qué había hecho?

sábado, 25 de octubre de 2008

Maldita soledad.


Una chica camina por la calle, hace frío, cuando respira una humareda sale de su boca. Lleva un gorrito de lana puesto, unas botas de pelo, unos vaqueros ajustados y un jersey enorme de lana. Va caminando abrazada, no porque tenga frío, pues el jersey la abriga bien. Va caminando abrazada porque se siente rara, siento un peso, una bola, algo que la carcome por dentro. Sigue caminando, mira los escaparates, es Navidad, las personas caminan por las calles llenas de luces buscando regalos a última hora. Algunas parejas, cogidas de la mano, se dan besos robados delante de esos escaparates. La nieve empieza a caer. Poco a poco. Copo a copo. La chica se abraza más fuerte. No sabe qué le pasa. Llega al paseo de la playa y se sienta en un banco. Se pone a mirar el horizonte, la luna, ya brillante. Está oscureciendo. Una pareja joven está apoyada en la barandilla de la playa. Están abrazados. Se notaba que estaban enamorados. Contemplaban la luz de la luna reflejada sobre el oscuro mar. Y los débiles rayos de sol que aún quedaban. El chico miró a la chica, adorándola con la mirada. Ella giró la cabeza y le dio un suave beso en los labios. Era un beso cargado de sentimientos tiernos. La chica sentada en el banco, observando a la pareja, se estremeció. Ya sabía qué era lo que le pasaba. Ya sabía ese algo que la carcomía por dentro… Ella no tenía a nadie que la mirara así, que la abrazara de ese modo, y para ser sinceros, nunca lo había tenido. No tenía nada en su cuerpo, precisamente ese era el problema, la ausencia de ese algo. Se sentía vacía, se sentía…sola. Se levantó, todavía abrazándose y se dirigió a su casa. Mañana sería otro día, y mañana tendría cosas que hacer, no como ahora, y entonces no pensaría en su amarga soledad. Tendría que ocupar la mente. No quería pensar en ello, ya había pensado muchas veces y no le encontraba remedio. Simplemente se resignaría a no esperar ser como las demás personas que tenían una bonita relación, al menos por un tiempo, pero durante ese tiempo vivían cosas como aquella pareja bajo la luna. Se resignaría a no sentir esas mariposas aleteando en su estómago. Sería inmune al amor…. La chica abrió la puerta de su casa, sola, como siempre. Maldita soledad.

martes, 21 de octubre de 2008

Nadie es inmune al dolor.


Le observo y sé que guarda algo para sí. Es arrogante, autoritario, contestatario, maleducado e irónico. Pero me tiene cautivada. Ahora mismo, por ejemplo, mira a su paciente con los brazos cruzados. Hace unos minutos le ha explicado fríamente que tiene pocas posibilidades de vivir, y muchas de morir. A mí me entran ganas de golpearle por su frialdad, pero es buen cirujano. El mejor yo diría. El paciente se le queda mirando, absorto, con los ojos humedecidos, mientras mira a sus padres, a los cuales se les ha encogido el corazón, como a mí. Él parece imperturbable, como si no le importara. Pero cuando entra en el quirófano gasta hasta su última gota de sudor y energía, exprime al máximo sus conocimientos y habilidades, para no perder a su paciente. Y cuando pierde a uno, lo veo en sus ojos, veo la tristeza, la desolación…aunque él trate de ocultarlo.

Esta tarde ha perdido a un paciente. Su novia, sus amigos y sus padres esperaban para recoger las noticias de éxito o fracaso y, cuando les dio la mala noticia, todos se derrumbaron. Era alguien querido y pocos cirujanos van con tanto aplomo y tan directamente a decir lo que deben: la verdad. Pero él va, lo dice, les expresa sus condolencias y se marcha, dejando a los familiares destrozados. En su cara no se vislumbra ni rastro de sentimiento alguno. Y me preocupa. No debería, pero es así.

-Juan, ¿estás bien?- le pregunto preocupada y llamándole por su nombre de pila, aunque sé que no le gusta que le quite el término “doctor”.

-Estoy como siempre, doctora Miel, y ahora, por favor, te agradecería que te ocuparas de tus pacientes y no de mí, que estoy perfectamente- siguió andando pasando de largo, se paró y dijo por último:- Ah, y no olvides llamarme doctor Torres.

No estaba segura de si quería pegarle, tirarle un jarrón a la cabeza, llorar, gritar o simplemente corresponderle en su indiferencia. Decidí hacer esto último. Transcurrió el día normal, aunque al final estaba un poco cansada, había dormido poco. Al final de su día se vistió y salió del hospital con ganas. Vio que Juan giraba una esquina y un extraño impulso le hizo seguirle. Y así lo hizo. Cuando ya estaba un poco cansada de merodear por las afueras de la ciudad, vio que se sentaba en el banco de un parque solitario. Juan apoyó la cabeza en las manos y así estuvo un buen rato. Me senté con él, que ni se inmutó, parecía como si supiera que le había seguido. Observé que estaba temblando y entonces quitó las manos y pude ver sus lágrimas. Me quedé sorprendida y no supe qué hacer. Entonces, Juan se apoyó en mi hombro y me abrazó. Por muy atractivo que fuese, sólo sentí ganas de reconfortarle. Le abracé. Él dejó de llorar y se apartó.

-¿Por qué estás aquí, Isabel?- me preguntó con voz ronca.

-Estaba preocupada…

-¡Maldita sea! Te dije que estaba bien. ¿Por qué no me dejas en paz, Isabel?- la agarró por los hombros- Estaba bien hasta que me preguntaste. Entonces me pregunté a mí mismo cómo estaba. Ese fue mi error.

-Juan, yo…

-No digas nada. Me alegro de que vinieras. Me alegro de que estés ahí. Siempre- se acercó a ella, le enmarcó la cara y la besó- Perdóname por ser como soy.

-Por algo eres así, y aunque me cueste entenderlo, Juan, te quiero tal y como eres.

-Y yo te quiero a ti por eso, mi dulce Isabel.

Juntos, de la mano, fueron a la casa de él. Allí durmieron juntos, abrazados. Juan por fin abrió su herido corazón y dejó que Isabel le consolara. Era cuestión de confiar. Tarde o temprano necesitas a alguien en quien confiar, alguien a quien contar tus penas, tus sentimientos…porque todo el mundo tiene sentimientos, todo el mundo tiene penas. Nadie es inmune al dolor.

domingo, 19 de octubre de 2008

Cómo cambia la vida.

Tenía que besarle. Ese era mi trabajo. Aunque no me gustara nada de nada en ese momento. Pero yo era actriz y, como actriz que era, debía besar al hombre que había robado el corazón de la mujer a la que yo interpretaba y roto a la mujer que yo realmente era. Creía que era fuerte, que con todo podría. Pero era demasiado. Hacía una semana que se había despertado en sus brazos, se había acurrucado contra él y este le había susurrado palabras tiernas al oído. Hace una semana yo era feliz, creía que nada podría aguarme la fiesta. Y para encima me habían dado el papel de protagonista en una obra y mi deseado amante sería mi amado en ella. Estaba exultante de felicidad. Hasta que, un día, paseando por la calle, le vi almorzando con una preciosa mujer. Alta, delgada, rubia, elegante...la típica a la que adoraban las revistas de moda. Me miré en el reflejo de un portal. Estaba desaliñada, con unos vaqueros desgastados y un jersey ancho que me quedaba enorme. Unas botas de montaña cubrían mis pies, y de mi cabello mejor no hablar. Volví a mirar a la preciosa mujer, que se había levantado y en ese instante le estaba plantando un fogoso beso a mi amante en la boca. No pude aguantar más y me fui.

Y ahora estaba a punto de besarlo…Le besé, tal y como pedía el guión. Cuando acabé mis escenas, me di la vuelta sin mirarle y me dirigí a los vestidores. Llevaba un precioso vestido rosa ambientado en el siglo XVIII que me incitaba demasiado al romanticismo cuando no quería ni oír hablar de él. Él me interceptó y con una sonrisa falsa (ahora lo sabía), me preguntó que qué me pasaba con él.

-Podríamos quedar esta noche para cenar…- me propuso con segundas intenciones.

-Mira, lo del otro día fue una cosa puntual, ¿de acuerdo? No quiero nada más de ti, más que nada porque lo que quiero tú no me lo puedes dar. Seguro que encuentras lo de la otra noche en los brazos de cualquier otra mujer, por ejemplo, en los de la mujer con la que comías el otro día en Full- le expliqué seguidamente, me di la vuelta y me encerré en un armario.

Me senté en el suelo, aún con el vestido puesto y con el velo de la escena en la mano. Y di rienda suelta a mi dolor. Apoyé la cabeza en la pared y por fin pude desahogarme. Lágrimas rodaron por mis mejillas, silenciosas, como la opresión de mi corazón. Sólo había sido una noche y se sentía como si hubiera acabado con algo que durara años. No le gustaba que la tomasen por tonta y no le gustaba sentirse tonta y estúpida, tal y como se sentía en ese momento.

Una hora después abrieron el armario. Yo seguía allí, sentada en el suelo, con la cabeza apoyada en la pared y la cara húmeda. Era un actor secundario, uno con el que a veces se había cruzado y siempre tenía una palabra amable para ella. La cogió en cuello y la llevó hasta un saloncito vacío. Allí se sentó conmigo, me consoló, me acurruqué contra él y le murmuré mis desdichas amorosas. Tenía un buen corazón, era un buen compañero y ahora amigo.

No sabía que tres meses después iba a descubrir que era el hombre de mi vida.

Un mágico sueño


Un estruendo me despertó. Abrí lo ojos y me levanté. Estaba confundida. ¿Quién estaría en mi casa? ¿Sería amigo o enemigo? Con un simple camisón me encaminé hacia donde provenía el ruido. No tenía miedo. Era una mujer valiente. Mis pisadas no producían ningún sonido. ¿Cuánto llevaba dormida? No sabría decirlo. Cuando llegué al pie de las escaleras el barullo que escuché en un primer momento cambió. Ante mi se mostró una gran fiesta. Mujeres con vaporosos vestidos, hombres trajeados con una copa de licor en la mano y entretenidos escuchando la bella música que estaba sonando.
Parecía un sueño. Una deliciosa fantasía. Una luz me deslumbró. Fuertemente cerré los ojos por la molestia. Cuando la luz desapareció mi viejo camisón se había convertido en un bello vestido de seda azul. Mi pelo revuelto estaba peinado en un bonito recogido y mis pies estaban envueltos en unos delicados zapatos.
En ese instante todos se giraron a donde yo estaba y me sonrieron y me invitaron a unirme al festejo. Un joven vestido de militar se acerco a mí y me invitó a bailar.
Estuvimos toda la noche bailando. Ninguno de los dos dijimos nada. Nuestros nombres esa noche no existían. Los deberes estaban olvidados. Sólo estábamos él y yo. Cuando el reloj dio las 12 tuve miedo que todo eso desapareciera. Pero no fue así. Seguía siendo la pequeña princesita. Las elegantes damas miraban con aprobación la bella pareja que hacíamos, las jóvenes doncellas me envidiaban y los caballeros sonreían enigmáticamente.
El cansancio se adueñaba de mí pero yo no quería marcharme. Era un sueño, una fantasía, una ilusión. Al fin y al cabo qué era la vida si no un espejismo.
Pero todo se terminó. Tan rápido y doloroso que pensé que fuera un sueño. Las damas y caballeros se fueron. Mí soldado se desvaneció. Me quedé nuevamente sola en el vestíbulo vacío. Los músicos ya no tocaban. Mí vestido era nuevamente un camisón viejo y andrajoso. El sueño de la cenicienta sólo fue eso, un sueño.
Me encogí de hombros y subí de nuevo a mí habitación. Me acosté. Y me entregué a los brazos de Morfeo.
Nada quedó de esa noche. Sólo el recuerdo.

sábado, 18 de octubre de 2008

Salto al vacío


En su interior el dolor, sufrimiento, rabia e impotencia amenazaban por salir. Estaba sola. En el cristal del ascensor veía su rostro reflejado. Su reflejo mostraba una mujer de cabellos color miel, unos ojos verdes y boca generosa. Ella sólo notaba una muchacha con un peinado correcto, con ojos llorosos y profundas ojeras. Cuando salió del ascensor quitó los zapatos y descalza caminó hasta la puerta del apartamento. Entró y dejó abierta la puerta. Le daba todo igual. Se aproximó a la ventana y vió que era una noche estrellada. Rió sin ganas. Quitó los pendientes de oro y la pulsera de rubíes. Abrió la ventana y las tiró. Ya no los iba necesitar. Se dió la vuelta y por última vez miró la habitación. Techos altos y blancos, puertas de roble, un mobiliario elegante y sombrío. No había rastro de su presencia ni siquiera allí. Bajó la cremallera del vestido y con cuidado lo puso encima del sillón malva que le había comprado su madre. En ropa interior se subió al borde de la ventana. Y allí de pie se sintió la reina del mundo. Bajo sus pies los coches circulaban a gran velocidad, la gente parecía motitas de polvo, la luz salía de los apartamentos vecinos. El mundo seguiría girando aunque ella no estuviera. Cerró los ojos y pensó cómo en los últimos meses todo había cambiado tanto y ala misma vez tan poco.
Su padre volvía a buscar la felicidad, que no le daba todo su dinero, en su cuarto matrimonio con una joven que podría ser su hija. Su madre por el día simulaba ser la mujer correcta que la buena sociedad reclama y cada noche compartía cama con un hombre distinto. Su hermana, la bella Adela, sería presentada en sociedad en unos días.
Isabel Suárez Blanco no veía sentido en su malgastada vida. Lo había tenido todo y al mismo tiempo nada.
Su primer novio le susurraba palabras bonitas en sus orejas mientras que a sus espaldas él retozaba con otra mujer. Trabaja holgadamente en la empresa familiar. Donde no le encargaban nada complicado para que su cabecita linda no se molestara.
Sus padres le allanaron el camino toda su vida. Pero mientras miraba hacia atrás en el tiempo vio que nunca vivió de verdad. Si tan solo una vez alguien le hubiera preguntado qué quería, qué deseaba su corazón, ella habría guardado en el fondo de su ser ese recuerdo.
La brisa movía sus cabellos. La noche era fría. Y decidió que ya era hora de hacer lo que ella quería. Por primera vez decidiría su destino. Cuando su pie derecho estaba suspendido en el aire vino a su mente la sonrisa amable de un joven. Sonreí. Ni siquiera él me recordaría.
Salte al vacío. No había túneles ni luces al final. Sólo oscuridad y silencio. Estaba en paz.

viernes, 17 de octubre de 2008

Un mal día


Él me había sonreído. El muy caradura me había sonreído después de decirme amablemente que ya no sentía nada por mí.
No podría decir exactamente lo que más me molestó de todo el asunto. Por un lado me mosqueaba que me hubiera dejado después de 7 meses juntos. Por otro lado me indignaba que después de una hora de cortar ya estuviera en brazos de otra. La verdad es que no me decidía por dónde empezar a mosquearme.
Cuando la sirena tocó me llevé un pequeño susto. Estaba tan inmersa en mi mundo que no me di cuenta que los 50 minutos que teníamos para hacer el examen ya habían terminado. Al bajar la vista al examen vi que apenas había escrito mi nombre. ¡Genial! Ahora un bonito suspenso.
Todos se levantaron de sus asientos, recogieron sus libros y mochila en mano dejaron el aula. Yo no podía moverme. Estaba segura que si me levantaba de mi pupitre las lágrimas acabarían por aparecer.
Y justo me dejaba cuando eran los exámenes finales. Mi cabeza era un remolino. Se mezclaban los Reyes Católicos, las matrices exponenciales y ÉL.
Me armé de valor y me levanté. Lentamente fui hasta el profesor y le entregué el examen. Con gran alivio reparé que el profesor ni siquiera miró el papel. Rauda y veloz salí de la clase. El pasillo estaba vacío.
Fui al baño y me coloqué en posición fetal. No lloré. Era incapaz de expresar alguna emoción. Cuando sentí los primeros síntomas de un buen lloriqueo cerré los ojos.
Durante media hora estuve quieta. Los sonidos eran confusos. Ruidos de pasos por el corredor, susurros de niñas soñando con su primer amor y los goteos de la vieja cisterna.
- Gill, si te quedas ahí toda la mañana te perderás la boda de Maximiliano y Laura María.
- Calla Dori. Ahora mismo no estoy de humor para tus chistes malos.
Ella no me abrazó. Sabía que eso no me ayudaría. Se sentó a mi lado y me cogió la mano.
Por fin pude llorar.

.Prueba de amor.


Había cerrado el portátil de golpe, diciendole escuetamente a Gill que se iba a por un poco de paz. Estaba algo desesperada. Cogió el coche y se dirigió a ese lugar que tanto la relajaba. Fue pasando montañas, árboles, caminos, autopistas. Cruzó ese puente tan largo y tan alto. Y por fin llegó. Aparcó bajo la sombra de unos árboles y se bajó de su Peugeot 306. Estaba agobiada con sus estudios, no entendía nada, absolutamente nada y eso la frustraba; había discutido con su hermana, y luego para encima con su madre. Su abuela, su confesora, no estaba en casa y su mejor amiga estaba en época de exámenes y no le cogía el teléfono; por último, con el que estaba tonteando últimamente y le empezaba a gustar le había cerrado las puertas definitivamente, estaba con otra. Ese fue el momento en el que cerró el portátil. Pues bien, se encontraba allí, en uno de sus lugares preferidos, en una colina desde la que se veía un río que separaba dos comunidades. Bajando por un sendero se llegaba a una cala de piedras donde el agua era cristalina. Ese día el sol bañaba las aguas y a ella le apetecía meterse. No había traído ropa, pero se metió en sujetador y braga. A quien no le gustara, que no mirase.
Se adentró en el agua entera y buceó hasta quedarse sin respiración. Buceando así se sentía tan libre, llena de paz, como si no tuviera problemas. Cuando se cansó, volvió a la cala nadando y se puso a secar al sol. Una hora después, atardecía, y ella estaba apoyada en la barandilla de un puentecito desde el que se veían las vistas de todo el valle. Se sentía sola e incomprendida. El viento comenzaba a soplar y su cabello ondeaba ligeramente. Una mano se posó en su hombro de repente. Dio un respingo y miró hacia atrás. Por una fracción de segundo tuvo miedo de encontrarse a alguien peligroso, pero vio una cara que le resultaba conocida y que la miraba con comprensión. Una sonrisa pícara adornó la cara de su amiga Gill.
-Sí, Dori, he adivinado a dónde venías. Yo no tengo tan mala memoria como tú.
Sonreí por primera vez en ese día y volví a mirar el valle. Sentí como su brazo pasaba por mi espalda y apoyé mi cabeza sobre su hombro mientras finas lágrimas cubrían mis mejillas. Las dos estuvimos durante media hora contemplando el horizonte. No hacían falta palabras. Ni gestos. Sólo su presencia me reconfortaba y me daba a entender que no estaba sola. Cuando se hizo demasiado tarde, las dos caminamos juntas por el puente hasta nuestros coches. La miré significativamente y la abracé.
-Gracias- le susurré al oído. Y cuando me aparté de ella vi como asentía con la cabeza, como si diera por supuesto que a una amiga no se la deja tirada en ninguna situación, aún cuando tuvieras que conducir unos cuantos muchos de kilómetros. No me apetecía despedirme de ella, no quería, pero teníamos que volver a nuestras casas. Así que sonreímos las dos. Así de simple. Así de complejo.
-No sabía que había coches tan grandes como para alojar a un oso- dijo provocándome Gill, que me llamaba oso.
-Ni yo que los jabalís pudieseis conducir, entre las pezuñas y esos colmillos...- contesté con el mismo tono provocativo yo. Había pasado el triste momento de la despedida- Ya hablamos mañana.
-Sí, ya hablamos.
Y con un alegre silencio montamos en nuestros coches y regresamos a nuestra vida normal. Pero no volvía de la misma forma en que vine. Ese día tan oscuro había dejado entrar una luz al fondo. Una esperanza. Una sonrisa. Gill había entrado en mi oscuro día y me lo había iluminado un poquito. Le daba gracias por ello. La quería más por ello. Era una prueba de amistad. Era, al fin y al cabo, una prueba de amor.




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Espero que te guste, Gill.


Queda OFICIALMENTE inaugurado nuestro blog común. =)


Un besito.